sábado, 3 de noviembre de 2007

LA CÁRCEL DEBE SER UN CASTIGO

Revista Selecciones. Noviembre 1997, por Joe Arpaio

Después de leer este artículo, digame que tan lejos estamos de tener un mayor control de la Seguridad que nos falta, sólo por el hecho de querer construir una comunidad donde poder desarrollar nuestro futuro, anhelos y ver a nuestros hijos crecer, lejos de drogas y delincuencia. Este es un modelo bastante interesante, para tener en cuenta.

Cuando, en 1993, entré en funciones como alguacil del condado de Maricopa, en Arizona, las prisiones de la jurisdicción estaban gravemente sobrepobladas, Aunque sólo tenían capacidad para 3000 presos, su población efectiva superaba los 5000. Las condiciones de hacinamiento eran causa de estrés, cólera e, inevitablemente, de violencia. Los reclusos peleaban entre sí y con los celadores, y unos y otros resultaban heridos constantemente.

Aunque hacían falta más ce1das no había dinero para construirlas. Peor todavía, el presupuesto de la oficina del alguacil había sufrido un recorte de varios millones de dólares.
Sin embargo, ni la estrechez presupuestaria, ni el apiñamiento de las cárceles me impidieron hacerme un propósito: poner aún más delincuentes tras las rejas gastando lo menos posible del dinero de los contribuyentes.

En aquel entonces el ejército estaba desechando su equipo obsoleto. Me puse en contacto con unos militares y les pregunté si les sobraban tiendas de campaña. Me contestaron que con gusto me regalarían todo lo que estuviera disponible. A pesar de que algunas tiendas tenían agujeros o las costuras raídas, habían sobrevivido a la Guerra del Golfo Pérsico y todavía estaban en condiciones de servir.

Las tiendas eran el principal ingrediente de mi proyecto. No tuvimos más que hacer unas planchas de hormigón para asentarlas, levantar unas cercas y colocar la instalación eléctrica y sanitaria para los baños, la cocina y la enfermería.

Al poco tiempo alojamos allí a 1000 presos. Un puñado de detractores se burlaron de la idea, alegando que las tiendas no servirían, que representaban un peligro tanto para los presidiarios como para los celadores y que eran anacrónicas y ridiculas. No sabían lo que decían.

Era risible la acusación de que alojar a los presos en tiendas de campaña en el desierto era un castigo cruel. He aquí mi respuesta en pocas palabras:
si las tiendas fueron la vivienda de las tropas estadounidenses en el desierto saudita durante meses, ¿por qué no habrían de ser aptas para los reos? Además, lo que menos preocupaba a los soldados era dónde vivían.

¿Que aun así las tiendas no son muy agradables? Lo minimo que podemos pedir a los delincuentes es que se sacrifiquen un poco por los contribuyentes. Se calcula que un penal de máxima seguridad propuesto para el condado costará unos 220 millones de dólares. El primer campamento que yo levanté costó poco menos de 120.000 dólares.
Ahora bien, reconozco que las tiendas no son una solución universal. No servirían en las zonas donde el invierno es muy frío. Y a los multihomicidas y otros animales incorregibles y depravados no se les debería encerrar en tiendas de ninguna especie. De hecho, cuando uno de nuestros presos causa dificultades y se hace acreedor a un castigo adicional, lo sacamos del campamento y lo encerramos solo en una celda.
Aunque las tiendas de campaña no siempre den resultado, sin duda pueden darlo en una gran cantidad de casos. A juzgar por el gran interés que han manifestado las autoridades de ciudades y condados que me llaman por teléfono o vienen a verme a mi oficina, estoy seguro de que pronto veremos surgir campamentos penitenciarios en muchos estados.
Mi filosoifa se resume en una frase que no me canso de repetir: los delincuentes no deben vivir mejor en prisión que fuera de ella. Así de simple.

La cárcel debe ser un lugar al que nadie quiera volver jamás. Esto no implica que haya que tratar a los presos de manera cruel o inhumana. Semejante conducta no sólo no sería ética y jurídicamente inaceptable, no improductiva desde el punto de vista institucional. Una administración arbitraria o bárbara hace de cualquier prisión un lugar más violento, ingobernable y peligroso, tanto para los reclusos como para los celadores. Las cárceles deben ser incómodas, no inseguras. Por lo tanto, los principios que norman mi modo de trabajar son la disciplina, el trabajo duro, la ausencia absoluta de lujos.
Empecemos con las prohibiciones que he instituido: están prohibidos los cigarros, las revistas pornográficas, el café, los programas de televisión violentos y las películas para adultos.

A los presos no les gusta. Cada vez que visito las tiendas me hacen las mismas preguntas: "¿Por qué no Podemos tomar café?"; "¿Por qué no podemos fumar?" Y mi respuesta es siempre la misma: "¡Porque están en la cárcel!"

Por increíble que parezca, muchos presos no entienden que desde el momento en que los encarcelan pierden algunos de los derechos y privilegios de los que disfrutan los ciudadanos libres. Para ellos, la cárcel no es más que un lugar de paso y hasta un respiro en su carrera delictiva. Un día están en un fumadero de crack; otro, cometiendo un allanamiento de morada; otro más, detenidos; otro, de vuelta en la calle... ¿Cree usted que la cárcel los asusta? ¿Cree usted que antes de golpear a una anciana para robarle el bolso se detienen a pensar: Tal vez no deberla hacer esto, porque si me atrapan tendré que volver a ese horrible lugar?

Por supuesto que no. Más bien dicen: Vaya, estar encerrado no es tan malo: hacía lo que me daba la gana; podía comprar cigarrillos, la comida era mejor que la que como siempre y podía pasarme el día viendo televisión.

Por eso dedico mis esfuerzos a que nuestras cárceles sean más severas y mejores. Periódicamente visito las prisiones del condado para conversar con los reclusos y escuchar sus reclamaciones. En cierta ocasión, un individuo se quejó de que lo habíamos privado de las comodidades a las que estaba acostumbrado y agregó:
-Deberíamos tener los mismos derechos que la gente libre. ¡Qué idea tan interesante! Entonces, ¿para qué sirven las cárceles? A continuación, otro de los reclusos refunfuñó:

-Así es, nosotros no hemos pedido venir aquí.

Quizá el colmo de la arrogancia haya sido la protesta de otro reo: -¡Nos tratan como criminales!
¡Caramba! Imagínese la mentalidad que tiene este sujeto. Imagínese el concepto que tiene de la verdad y la realidad, del bien y el mal; en particular, del bien ajeno y el mal propio.
Así pues, salvemos a los que podamos salvar; ayudemos a los que podamos ayudar, y controlemos al resto. Hagamos nuestro trabajo dentro de los límites de la ética y la ley. Quizá esto le parezca a usted demasiado severo, pero la cárcel debe ser un lugar severo. No es una recompensa ni un logro. Es un castigo.

Gracias por leer el artículo, si desea podría dejar un comentario al respecto. Aporte algo al problema que vivimos de inseguridad.



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